El conscripto clase ’62, Raúl Quintanilla (tal como se presentaba ante un superior), tiritaba desde hacía varias horas sobre una balsa a la deriva en el Mar del Sur. En aquella inhóspita geografía, entre olas de más de diez metros provocadas por la furia del viento, flotaba esa balsa con marinos maltrechos, a más de doscientas millas de un pedazo de tierra y con temperaturas bajo cero. Moverse, mantener el equilibrio, la lucidez y hasta respirar se hacía imposible.
Raúl no podía distinguir con quiénes compartía ese espacio. Hubiera querido tener fuerzas para socorrerlos a todos, pero no podía. Ni siquiera podía ocuparse de sí mismo. Un dolor sordo, incomprensible y difícil de describir, le recorría el cuerpo. Miraba, sin poder moverse, lo que creía que era el cielo, mientras recordaba su reciente pasado.
Oriundo de Santiago del Estero, fue trasladado junto a dos comprovincianos a la Base Naval donde cursarían el servicio militar obligatorio. Ninguno de los tres conocía el océano. Sus compañeros renegaban del destino que les había tocado. Él, en cambio, era feliz. Siempre había soñado con conocer el mar. Estaba dispuesto a convertirse en un soldado modelo si eso le permitía navegar en sus aguas. Desde la confirmación del destino, anhelaba ese momento. Quería transitarlo, deseaba internarse en el mar, enfrentar la bravura de las olas, y no se detendría hasta lograrlo.
Desde que se presentó en la Base Naval, trabajó muy duro para que los superiores, tanto oficiales como suboficiales, lo tuvieran en cuenta y le permitieran acompañar a los marinos de carrera en alguna travesía. Quería algo más que soltar amarras o limpiar cubiertas.
Ahora, en la balsa, había perdido la noción del tiempo. Cada minuto se convertía en horas. Rezaba por un rescate. El bamboleo continuo le provocaba náuseas, pero no podía vomitar: tenía el estómago vacío. Recordó el día en que su corazón se agitó al ver, a menos de una milla, al imponente ARA General Belgrano. Cerca de doscientos metros de eslora, la bandera argentina flameando libre al viento, cañones y aviones sobre su cubierta. Quedó tan embelesado que debieron llamarle la atención por no cumplir con su tarea. Esa noche soñó con el ARA. Al otro día, la nave ya había zarpado, pero en él dejó una huella imborrable. Supo entonces que quería ser tripulante de ese Crucero por el resto de su vida.
La suerte lo acompañó. Su buen desempeño impactó al Capitán de Corbeta a cargo, quien en marzo de 1982 lo destinó a cursar los últimos meses de servicio en el ARA General Belgrano como conscripto ayudante en la sala de máquinas.
Ahora, tirado de espaldas, inmóvil, con castañeteo de dientes, oía gritos, llantos y puteadas sin distinguir sus orígenes. La bruma impedía ver. Sintió un calor inexplicable en su zona pélvica: se estaba orinando encima, y agradeció ese calor. Al intentar sentarse, una parte del casco del barco desgarró la balsa, convirtiéndola en una alfombra de plástico. Segundos después, sintió millones de agujas clavarse en su piel. El agua helada invadió su cuerpo. Inhaló una bocanada sin querer. La tos y la desesperación lo llevaron a manotear sin control. Solo el instinto de supervivencia comandaba la situación.
Podía haber odiado la guerra, al enemigo, al clima, pero no. El odio no era parte de él. La hipotermia dominaba su cuerpo y mente. El chaleco lo mantenía a flote, pero no tenía fuerzas. Un cuerpo inerte que flotaba a su lado le sirvió de apoyo. Se subió instintivamente, le pidió perdón y se aferró con fuerza. La tormenta de adrenalina le permitía ese último intento.
Pensó en sus padres, en su pueblo, en sus compañeros de la sala de máquinas, su puesto de trabajo, justo donde entró el torpedo. Se salvó porque estaba en horario de descanso. Sus amigos no corrieron la misma suerte.
Dormitaba cuando su compañero de camarote lo despertó:
—¡Nos atacan! ¡Vamos!
No alcanzó a levantarse cuando un segundo impacto lo sacudió. Ya en cubierta, escuchó:
—¡Nos hundimos! ¡A las balsas!
Sin experiencia, dominado por el miedo, se metió en la primera balsa que vio.
Ahora estaba sobre un marino muerto, luchando por su vida. Miró inconscientemente al cielo, aunque la niebla lo cubría todo. El ARA elevó su popa, se colocó en posición vertical y siguió al fondo del océano. La ola generada lo lanzó por los aires como un proyectil, y cayó en las heladas aguas sin conciencia.
La benevolencia de Neptuno, su Dios, o quién sabe qué, hizo que, al volver a la superficie gracias al chaleco, apareciera cerca de otra balsa llena de náufragos. Se enteró días después que el calor de los ocupantes, muy por encima de la capacidad de la balsa, le salvó la vida.
Nadie supo quién lo rescató del agua. Alguien lo hizo. Quedó tirado entre moribundos. Más de treinta personas en una balsa para veinte. Flotaron hasta que, dos días después, un avión argentino los avistó. Varias naves llegaron en ayuda, pero solo rescataron a diecinueve con vida. Nadie podía distinguir entre vivos y muertos. La hipotermia igualaba a todos. Un mínimo de latido o respiración era suficiente para ser trasladado.
El 6 de mayo, tras el cobarde ataque, en un hospital de Puerto Argentino, casi dormido, escuchó una voz:
—¿Cuál es su nombre?
—Conscripto clase ’62, Raúl Quintanilla —respondió.