El pasado 29 de enero, la campanense Giselle Begnardi alcanzó un hito que pocos logran: coronar la cima del Aconcagua, el pico más alto de América. Este logro es solo una parte de su historia, que está marcada por la conexión profunda con la montaña. Con recuerdos personales de su hija y una bandera en homenaje a amigos que ya no están, pero que permanecen vivos en su memoria, inició el camino a la cima. Aunque hoy vive en Mendoza, su amor por Campana sigue intacto, y desde allí comparte su pasión por el deporte y las aventuras al aire libre, guiando a quienes se animan a seguir sus pasos.
“Desde muy pequeña disfruto de estar en contacto con los entornos naturales. Recuerdo con mucho cariño el Ombú que había en el Club Siderca. Vivir en Mendoza te permite hacer 15 minutos y estar en un cerro, y ese fue uno de los motivos por los que decidí vivir aquí. La idea siempre la tuve, las ganas también, pero no se daba el tiempo. Me gusta caminar en la montaña, disfruto mucho de los aprendizajes que me brinda, de los paisajes y los desafíos deportivos”.
Junto a su amiga Paula Copo y la guía Jimena Carrasco, Giselle comenzó la travesía el 18 de enero. “Me preparé todo el año entrenando la fuerza 3 veces por semana en el gimnasio y corría 2 veces por semana por los cerros de la ciudad. Una parte importante de la previa es hacer altura, es decir, ir a alta montaña, 5000, 6000 msnm, para saber cómo se adapta el cuerpo a la altura. Muchas veces la mente te quiere bajar, por eso le pedí al Cerro que sea hasta donde él quiera, pero que sea sin dolor, sin miedo y con disfrute, y me regaló hasta la cumbre, y así lo viví, con disfrute y sin sufrimiento”, comentó.
Para Giselle Begnardi, alcanzar la cima del Aconcagua el pasado 29 de enero no fue solo un logro deportivo, sino una experiencia profundamente transformadora. “Fue concretar un deseo y darle prioridad. Muchas veces ponemos excusas de diversos tipos y no hacemos lo importante, sino lo urgente. Fue volver a la montaña después de 3 años, luego de una experiencia desagradable donde murieron dos compañeros. Me permitió sanar, resignificar sus vidas y la mía, y es valorar los procesos personales, emocionales, a su tiempo y con profundidad”.
En ese proceso, Giselle no solo desafió su cuerpo, sino que también vivió una profunda introspección. “En la montaña, valoras los vínculos y las cosas básicas de la vida, como tenernos. Aprendí que las cosas pueden salir bien, que no siempre hay momentos difíciles, y que lo más simple, como un atardecer o contemplar el cielo, nos alimenta el alma”, comparte.
Su historia es un testimonio de que los sueños, por grandes que parezcan, pueden materializarse con enfoque, esfuerzo y pasión. “Estar en la cima de América fue una emoción indescriptible, no paraba de llorar. Los paisajes son imponentes y no hay fotografía que pueda describir lo que se siente cuando estás ahí. Emociona muchísimo tanta belleza”.
Al final, Giselle nos deja un consejo valioso para todos aquellos que sueñan con lograr objetivos grandes: “Que se enfoquen, que prioricen sus sueños y desafíos, sean cuales sean, incluso si es algo tan simple como dar una vuelta a la manzana. Lo importante es darles tiempo y espacio, porque así es como se materializan”.