La muerte del Papa Francisco nos ha sorprendido justo el día después de haber celebrado la Pascua y de haberlo visto en público en la bendición y recorrida de la Plaza San Pedro. Los sentimientos que se mezclan son, entonces, ambiguos: la resurrección de Jesús nos recuerda que la muerte no tiene la última palabra, sino el amor y la vida eterna. Sin embargo, como cuando parte alguien que queremos mucho, esa certeza no invalida un sentimiento de tristeza y angustia por su desaparición física.
En este caso, creo que la palabra oportuna es orfandad. Nos sentimos huérfanos. Francisco ha sido un verdadero padre. No solamente para los católicos sino para muchos hombres y mujeres que, incluso alejados de la Iglesia, reconocieron en él a un pastor y un líder indiscutido en el mundo actual, fundamentalmente por atributos que no son comunes en los líderes de hoy: la humanidad, la austeridad, la simplicidad y la coherencia.
Francisco ha hablado con sus palabras y textos, pero fundamentalmente con sus gestos y —en el último tiempo— también con su dolor. No querer aislarse en el palacio apostólico sino vivir comunitariamente en la Casa Santa Marta, seguir usando sus zapatos, ir a pagar la cuenta del hotel en el que había estado hospedado antes del cónclave, cargar su propio portafolio, presentarse al mundo con un “Buonasera” escapando de cualquier formalismo inerte, pedir la bendición de su pueblo para el ejercicio de su ministerio. Elegir movilizarse en vehículos populares y no en autos lujosos, frenar toda una comitiva para recibir un mate, para dar una caricia. Incluso el nombre elegido. Todo, desde el comienzo, fue en una misma dirección: una Iglesia abierta a todos, cercana, hospital de campaña, en salida, que anunciara siempre la cercanía, la misericordia y la ternura de Dios.
Así como aquellas primeras circunstancias fueron mensajes claros, sus últimas apariciones también adquieren una relevancia y un significado muy profundo. Después de la salida de su internación y unos días antes del Domingo de Ramos, Francisco apareció en la Basílica de San Pedro sin la tradicional vestimenta papal para rezar junto a la tumba de un Papa. Algunos se escandalizaron como si se tratara de un sacrilegio, tal vez sin entender que se trataba de un hombre en proceso de recuperación que tenía ganas de orar y que, además, parecía tener muy claro aquello de que Dios no mira las apariencias sino el interior de nuestro corazón. Otros acusaron a esa imagen de poco digna para un jefe de Estado, creyendo que la autoridad del Sumo Pontífice se sustenta en los protocolos, insignias, vestimentas o en el cuidado de la imagen. Francisco, como lo dijo tantas veces, parecía asumir en su propia vida aquello de que la fragilidad es el modo en que Dios se manifiesta.
Ya el Jueves Santo, sin poder presidir la Misa Crismal ni la de la Última Cena del Señor, no se quedó de brazos cruzados. Como cada año, se dirigió a una cárcel de Roma para poder saludar a los presos, ya que en esta oportunidad no podría lavarles los pies. En lo que sería su último reportaje, al retirarse de allí, dijo a los medios: “Siempre que voy a una cárcel me hago la misma pregunta: ¿por qué ellos y no yo?”. Toda una definición, todo un símbolo, toda una definición de quien tenía el corazón y el coraje suficiente para ponerse en el lugar del otro.
Así llegó al domingo con el último aliento. Ese que apenas le permitió pronunciar la bendición con un hilo de voz, mientras apenas levantaba su mano con el movimiento que acompaña ese gesto. “Amén” fue la última palabra de un verdadero testigo, seguidor y discípulo. Pero en Francisco, las palabras siempre fueron acompañadas por los gestos, y entonces faltaba algo más: una vuelta a la plaza. Esa sí fue una auténtica despedida. En Pascua, con la bendición que nos recuerda que Dios nos ama a todos los seres humanos y en contacto con la gente en la plaza. Con su pueblo. Ese para el que se entregó hasta el final y sin el cual no sabía vivir. Ese que le regalaba el mejor perfume de su vida: “Sean pastores con olor a oveja”. Ese del que siempre se supo parte y al que nunca despreció creyéndose un elegido de otro fuste. “Gracias por volverme a la plaza”, dijo a su enfermero, según los medios oficiales. Todo parecía estar cumplido. La noche llegó y su Pascua también.
A partir de allí, todos tenemos nuestro propio relato: cómo nos enteramos, qué sentimos, cómo lo despedimos en estos días. Entre aquellos gestos del inicio del pontificado y estos de su final, el legado es imposible de ser mencionado en un artículo: sus encíclicas —entre ellas Laudato Si que incorporó al Magisterio de la Iglesia la cuestión del cuidado de la Casa Común—, más de cuarenta viajes que le permitieron visitar más de sesenta países (muchos de los cuales nunca habían sido visitados por un Sumo Pontífice y ni sabíamos en qué parte del mapa estaban), la incorporación de mujeres en lugares de toma de decisiones del gobierno vaticano, aquella oración por el mundo entero en Plaza San Pedro durante la pandemia, la apertura de procesos de descentralización de la Iglesia que están llamados a continuar en el tiempo, su lucha contra el clericalismo (probablemente los obispos y los curas seamos el sector al que más haya dado indicaciones y consejos para mejorar).
Su último gran legado: la certeza de que la Iglesia debe ser sinodal, es decir, que debe garantizar la participación de muchas voces en el camino que va recorriendo.
En nuestro país nos ha regalado la canonización de Mamá Antula y del Cura Brochero, así como también el reconocimiento oficial del martirio y la beatificación de Monseñor Angelelli y sus compañeros. Y, seguramente, en cuanto termine de escribir estas palabras recordaré tantas otras cosas que ahora no estoy colocando. Porque, lo sabemos, podríamos seguir mucho tiempo más.
Lo que no podemos dejar de decir es que tanto sus palabras como sus gestos y sus sufrimientos tienen una única y misma fuente: el ejemplo de Jesús. Francisco dijo lo que dijo, hizo lo que hizo y sufrió lo que sufrió, simplemente porque ese es el modo en que habló, vivió y sufrió Jesús.
Para algunos, no haber venido a Argentina seguirá siendo una deuda imperdonable. Otros, a esta altura de los acontecimientos, ya se han dado cuenta que eso no es lo central en una figura que estuvo llamada a ejercer un liderazgo mundial y que lo logró con creces. Lo cierto es que Francisco, el Papa del fin del mundo, ha sido un antes y un después en la historia de la Iglesia y que su modo de seguir a Jesús ha cautivado a millones de personas a lo largo y a lo ancho del planeta.
Ese es el legado que debemos continuar: seguir transmitiendo la cercanía, la misericordia y la ternura de Dios a toda una humanidad que necesita cada vez más vivir como hermanos y hermanas.
Gracias, Francisco… sigue cuidándonos… y hasta siempre.
Por Padre Giovanni Guarino